La red del terror
(25 de Junio de 1979 – 9 de Noviembre de 1989)
I.
Tres coches negros atraviesan Bélgica. Son anchos y pesados. Van camino del cuartel general de la OTAN en Europa. Cuando están a punto de cruzar sobre el Gran Canal se escucha un estallido. El puente revienta, se retuerce sobre si mismo y hace volcar al último coche de la comitiva. Tres hombres intentan salir de él. Intentar romper los cristales blindados. Las puertas han quedado dobladas como si fueran cartulina. Los tres están confusos. Les sangran los oídos. Uno de ellos se arrastra sobre el vientre. No puede mover las piernas. Los otros dos coches del convoy aceleran. Piden refuerzos por radio.
El comandante está a salvo.
El Ejército Rojo reivindica el atentado. El objetivo se ha salvado por muy poco. Viajaba en el segundo coche. Se llama Alexander Haig.
Haig es el comandante supremo de la OTAN. Secretario de Nixon durante el Watergate. Él convenció a Dick El Tramposo para que dimitiera. Él le prometió el indulto. Haig es un general condecorado. Cruz del Servicio Distinguido. Estrella de Plata. Corazón Púrpura. Veterano de Corea y de Vietnam. Allí fue donde Haig se obsesionó. Creía que existía un búnker enorme escondido en algún lugar de la selva, al otro lado de la frontera con Camboya. El cuartel general del Viet Cong. Una ciudad subterránea. La evidencia era escasa. Nula. Apenas unos rumores. A Haig no le importa. Sabe que está ahí. El búnker es su El Dorado.
Haig ordena bombardeos secretos en Camboya. Operaciones encubiertas. Ordena achicharrar la selva. Los lanzallamas la dejan negra. No hay resultados. La obsesión no le abandona. Un Charlie capturado susurra un nombre mientras le fríen los huevos. Un valle. Una gran equis en el mapa. Haig ordena que las tropas lo encuentren. Divisiones acorazadas derriban arboles. Dan vueltas. Se pierden. Cuando están a punto de darse por vencidos alcanzan un claro. La gran equis. Solo encuentran cajas vacías, sacos de arroz y un montón de bicicletas oxidadas.
A Haig no le importa demasiado. Él tiene fe. El búnker existe.
Unas semanas después del atentado en Bélgica, Ehud Barak organiza en Tel Aviv un congreso sobre terrorismo internacional.
Dejad que lo montemos nosotros. Nosotros sabemos. Llevamos luchando contra ellos desde el 48. Les hemos ganado tres guerras.
Barak tiene razón. Los israelíes son expertos mundiales. Su especialidad es eliminar terroristas antes incluso de que cometan su primer atentado.
No lo llame asesinato. Llámelo represalia preventiva.
Los delegados se reúnen en el Instituto Jonathan, bautizado en honor del Netanyahu que murió matando terroristas en la Operación Entebbe. Llegan coches anchos, pesados. Llegan espías, burócratas, militares, historiadores ex comunistas, escritores mediocres que aspiran a ganarse el pan como asesores de inteligencia. Como colaboradores de carrera. Su especialidad es adivinar lo que quieres escuchar. Ratificar. Exagerar. Augurar catástrofes y poder comer sándwiches en el próximo congreso.
Entre ellos, allí sentada, está Claire Sterling. Es menuda. Viste ropa recta. Pañuelo al cuello. Corte de pelo de chico. No se mezcla con los otros. No sonríe. Sterling está preocupada. Sterling tiene un mensaje. Lleva una década juntando piezas. Asesinatos. Atentados. Secuestros. Ha encontrado conexiones. Ha visto lo que tu no quieres ver. Ha recopilado todo en un volumen rojo. Cuatrocientas páginas. Una foto del asalto a Munich en la portada. Su título: La red del terror.
Llega su turno para hablar. Sterling blande su libro.
Occidente no puede permanecer ciego a la evidencia. Los soviéticos están detrás de todos los grupos terroristas en Europa, Asia y Latinoamérica. Las Brigadas Rojas, el grupo Baader-Meinhof. El ejercito Rojo Japonés. El Ejercito de Liberación del Pueblo Turco. El IRA provisional. ETA. El FPLP, la OLP. Todas las siglas. Todos son marionetas del terror soviético. Financiados, entrenados, organizados por los rojos.
Entre los asistentes, allí sentado, está Alexander Haig. Cuando escucha a Claire Sterling, confirma lo que siempre ha sabido. Haig ha encontrado por fín el búnker. La gran equis. El Kremlin.
II.
Las páginas de La red del terror están llenas de las marcas sucias de la CIA. Llenas de propaganda negra. Historias falsas plantadas en los medios, filtradas, sugeridas. Inventadas en los 70 por el Equipo B, un grupo rebelde de la CIA. Desarrolladas para justificar presupuestos, partidas de armas, fondos reservados. Nadie en La Compañía toma en serio el libro de Sterling. Nadie con conocimiento. Nadie excepto William Casey. Casey es el director de la CIA. Alexander Haig le ha prestado el libro. Casey lo ha leído con avidez. En una sola noche. Cada dato, cada página confirma lo que siempre ha sabido.
Este libro me ha enseñado en un día más de lo que vosotros me habéis enseñado en dos años, idiotas.
Sterling consigue que Casey y la CIA se traguen su propia mierda negra. Sterling además tiene suerte.
El 13 de Mayo de 1981 Juan Pablo II es tiroteado en la Plaza de San Pedro. El papa polaco. El papa actor de teatro de segunda. Un sicario de la mafia turca llamado Ali Agca le ha disparado. Sterling vuelve a blandir su libro. No os engañéis. La mafia turca está controlada por los servicios secretos búlgaros. Los búlgaros están al servicio del KGB. Está claro. La URSS es el Imperio del Mal.
Casey se obsesiona aún más con la red del terror. Casey quiere convencer al Presidente. Encuentra a un anónimo profesor de universidad. Un experto, dice. Un experto que adivina, ratifica, exagera. El profesor produce un dossier que llega a la Casa Blanca.
Es el Eje del Mal, Presidente.
Irán. Corea del Norte. Nicaragua.
Detrás de ellos están los rojos, Presidente.
Los rusos en realidad están dando sus últimas bocanadas. Sus líderes son ancianos enfermos. Apenas duran un invierno. En las calles hay largas colas. Tiendas vacías. Los rusos apenas pueden alimentarse. Son un elefante hundiéndose en un fangal de mierda afgana. Con los americanos subidos encima. La CIA lleva años atiborrando a los muyaidines con cohetes Stinger y millones de dolares.
No les llame integristas. Llámelos luchadores de la libertad.
El dossier de Casey se convierte en el Manual de Política Exterior. La mentira se convierte en realidad.
Reagan dedica el lanzamiento del Columbia al pueblo afgano. Ali Agca dice ser Jesucristo y anuncia la llegada del fin de los tiempos desde su celda.
III.
Nicaragua es un pedazo de selva montañosa. La finca privada de Somoza. En el 79 los Sandinistas le obligan a buscar residencia en un hotel de lujo de Miami. Quedan los somocistas. Campesinos, ex policías, soldados. Los contras. Los contras asesinan, torturan, mutilan, queman, violan, secuestran. La selva arde.
Los contras son el equivalente moral de nuestros padres fundadores, dice Reagan.
Reagan quiere ayudar a esos buenos chicos. El presidente actor de cine de segunda. El presidente que cuando aún era gobernador de California ordenó a la Guardia Nacional disparar contra manifestaciones de estudiantes.
El congreso se opone a cualquier ayuda. El pueblo americano no quiere más junglas. No quiere otro Vietnam. Los demócratas se interponen. Bloquean toda la financiación a los contras.
Reagan busca una solución.
Haga lo que tenga que hacer, Coronel North. Yo prefiero no saber nada.
Negación plausible.
Nace la Oficina de Diplomacia Pública. La funda un amigo de Oliver North llamado Otto Reich. Reich es un cubano anticastrista. Su familia tuvo que huir de Hitler. Él tuvo que huir de Castro. La especialidad de Otto Reich son las filtraciones interesadas. En los medios comienzan a aparecer historias sobre aviones soviéticos que aterrizan de noche en Nicaragua. Dossieres, documentos, a los que esta cadena ha tenido acceso prueban, demuestran, envíos de armas y asesores.
No lo llame desinformación. Llámelo propaganda blanca.
La ODP recompensa a los periodistas afines. Acosa a los que no cooperan. Busca sus trapos sucios. Les extorsiona. Reich pide ayuda a North. North pide un favor al abuelo Ronnie.
Reagan aparece en un discurso televisado. Con mapas. Reagan tiene un mensaje. Los soviéticos han proporcionado armas químicas a los sandinistas. Armas de destrucción masiva. Los sandinistas pueden convertir Texas en un desierto venenoso en cuestión de minutos.
No lo llame mentir. Llámelo gestión de percepciones.
En realidad los sandinistas son un ejército entusiasta y mal entrenado que lucha contra un enemigo capaz de cualquier atrocidad. Los sandinistas no tienen reparo en imitarles. Todos terminan siendo atroces.
Dejemos que los chicos negocien con coca. Total, será para los negros, dice Ronnie.
Toneladas de cocaína llegan a Estados Unidos transportadas en aviones militares. Cocaína pura, sin pecado concebida. Las calles de Los Angeles efervescen con la fiebre colombiana.
Los chicos necesitan más dinero. Vendamos armas a los cabezatoalla. Total, las usarán para matarse entre ellos.
Toneladas de armas llegan a las calles de Teherán, reducidas a escombros por los misiles de Saddam. Las armas yanquis prolongan la guerra otros cinco años.
Reagan terminará su presidencia proponiendo a los rusos una alianza en caso de invasión marciana.
Las buenas causas traen extraños compañeros de cama.
IV.
Las bombas suben. Las bombas vuelan. Los franceses venden un reactor nuclear a Irak. Los israelíes lo bombardean. El yate de unos millonarios judíos salta por los aires en la costa de Chipre. Los israelíes bombardean el cuartel de la OLP en Túnez. Las bombas israelíes llevan escrito “os seguiremos donde vayáis.” Los libios hacen estallar en Berlín una discoteca llena de oficiales norteamericanos en busca de diversión alemana. Fire on the disco. Los Estados Unidos bombardean Trípoli.
No lo llame venganza. Llámelo legítima defensa.
Una llamada de aviso salva la vida a Gadafi en el último momento. Gadafi se esconde. Gadafi, búscate un hobby. Vuelve a esos relatos de ciencia ficción que escribes. Pero las bombas americanas no le asustan. Solo le hacen ser más cuidadoso.
A las 8:15 de la mañana del 27 de diciembre de 1985 los fusiles de asalto destrozan los mostradores de El Al en el aeropuerto de Roma. El hall se llena de jirones de ropa y charcos de sangre. En ese mismo momento, a 700 kilómetros de distancia, en Viena, granadas de mano explotan en medio de la multitud que espera a embarcar un vuelo a Tel Aviv. Mueren veinte personas. Hieren a ciento cuarenta. En las armas recuperadas pone Made in Libia. Los servicios secretos empiezan a escuchar un nombre. Abu Nidal.
Abu Nidal es un miembro rebelde de la OLP. Hijo de un rico mercante palestino. Rico hasta que los tanques israelíes le expropiaron. Nidal pasó su infancia en un campo de piojosos refugiados. Allí aprendió a odiar a Israel. Abu Nidal cree que todo es una conspiración. Que los israelíes conspiran. Que Arafat conspira. Que los americanos conspiran. Que Europa conspira. Que la conspiración solo puede romperse con violencia. Abu Nidal es un paranoico. Con regularidad estampa a alguno de sus comandantes contra la pared. Los humilla. Los insulta. Los pone en su lista negra. De vez en cuando se sube a un coche y recorre los campos de refugiados. Busca a chicos listos, estudiosos, expulsados a la miseria de las tiendas, de las moscas, de las letrinas en zanjas. Busca a chicos como él.
Abu Nidal es tu peor pesadilla. Ha renovado el género del atentado en aviones durante los 70. Para qué secuestrarlos cuando puedes hacerlos estallar en el aire. Uno de sus operativos engaña a su novia embarazada y la hace subir un avión con una bomba escondida en su maleta. Unos meses más tarde una bomba explota en el compartimento de carga de un vuelo de la TWA a Atenas. El boquete abierto en el fuselaje absorbe a cuatro pasajeros. Cuatro cuerpos en caída libre sobre la isla de Argos.
Abu Nidal tiene armas y dinero. Gadafi le suministra. Se financia extorsionando a los saudíes. Cuando no le pagan hace que llueva aviones en llamas sobre el desierto.
Abu Nidal diversifica. En un año bombardea las sinagogas de Paris, Viena y Bruselas. Asesina a diplomáticos en Roma, Atenas, Beirut y Nueva Delhi. Está obsesionado con los embajadores jordanos. Mata al embajador de Jordania en Madrid. Meses después a su sucesor. Y al siguiente.
En Septiembre del 86 los comandos de Abu Nidal secuestran un avión de la Pan Am de Bombay a Nueva york. Van vestidos de agentes de seguridad. Han llegado en una furgoneta que han pintado imitando a las de los servicios del aeropuerto. Recogen los pasaportes del pasaje a punta de AK47. Identifican a un americano. Le llevan a la puerta del avión. Los brazos detrás de la cabeza. Le disparan en la nuca. Empujan su cadáver fuera. Este es nuestro mensaje. Dieciséis horas después hacen estallar granadas en la cabina. Se abren las puertas de emergencia. Humo. Los pasajeros se derraman. Caen sobre la pista. Se apilan unos sobre otros ensangrentados.
Algo parecido había sucedido unos meses antes. Un avión hacia El Cairo es obligado a aterrizar en Malta. Amenazados por las fuerzas especiales inglesas los secuestradores hacen estallar sus granadas. Todos los pasajeros mueren antes de que los comandos entren. Pero un grupo de rehenes muertos no sirve para mucho. Nueve meses después milicianos chiíes asaltan un vuelo de la TWA a Roma. Lo desvían a Líbano. Luego lo llevan a Argelia y de vuelta. Separan a los pasajeros en grupos. Los sacan del avión. Los meten en furgonetas negras y los llevan a localizaciones secretas por todo Beirut. Pisos francos, escondrijos. Golpean a los que se resisten. Golpean a los americanos. Los mantienen secuestrados dos semanas. Negocian. Piden que se liberen a setecientos presos. El gobierno griego cumple su parte del trato. Los secuestradores liberan a siete rehenes griegos y a Demis Roussos.
En diciembre del 88 un avión de la Pan Am con destino a Nueva York revienta sobre Escocia. Una bomba explota en la bodega de carga. La onda expansiva reverbera varias veces dentro del fuselaje. Van y vuelven. Salen por la proa. La rompen. La desprenden. El avión queda descabezado. Los pilotos aún están vivos cuando la cabina frontal se estrella contra el motor del ala derecha. La cabina se despresuriza. Entra en barrena. Se ha convertido en un cilindro hueco atravesados por torbellinos. Unos cuantos pasajeros salen despedidos. Las espirales de viento arrancan la ropa del resto. La mitad de los pasajeros muere de asfixia. El súbito cambio de presión hace estallar sus pulmones. Los que sobreviven recuperan la consciencia hacia el final de la caída. Cerca del suelo. Donde el aire vuelve a tener oxígeno. Despiertan y ven una inmensidad verde acercándose a sus cabezas. Llueve fuselaje ardiente. Los motores aplastan varias casas. La ruleta de la fortuna y chicken nuggets. Un rotor atraviesa tu salón mientras cenas.
V.
La aviación es un campo de batalla. Pero no hay caos en la industria aérea. No hay escáneres. No hay cacheos. No se invaden países lejanos. La vida sigue. Todo se acepta y se olvida. Menos de un año más tarde la policía de Alemania del Este decide dejar de cumplir órdenes. Multitudes se congregan ante el muro de Berlín. Sacan picos. Lo rompen. Pasan felices al otro lado haciendo la V de la victoria.
El Fin de la Historia ha llegado.